martes, 30 de abril de 2013
EL TRABAJO ESPIRITUAL
Vivir una vida espiritual significa trabajar y esforzarse. Si una persona no quiere trabajar ni esforzarse, si entiende la vida como una condición en la que puede encontrar el placer y no le incumbe ningún esfuerzo para ser consciente y obrar adecuadamente, si no tiene siempre en cuenta la finalidad última por la cual ha sido creado, tal persona se encuentra lejos del camino espiritual.
Asumir la
tarea de investigar la vida y descubrir la verdad supone inquirir sobre
la totalidad de la propia vida, significa investigarla completamente
hasta el fin, ver, obrar adecuadamente y no limitarse a pensar que es
demasiado difícil. Nada es demasiado difícil si se ve la necesidad de
hacerlo y queremos hacerlo. La palabra “difícil” nos impide la acción,
pero si podemos desechar esta palabra, entonces podremos investigar la
verdad y la vida con todos sus complejos problemas.
El
trabajo espiritual nunca queda sin resultados. Varias veces al día,
aunque sea un momento o unos minutos, se debe tratar de encontrar dentro
de uno mismo el punto de equilibrio, el centro divino. Este trabajo
espiritual es, muchas veces, la única riqueza que se posee. Para andar
el camino espiritual es preciso revisar periódicamente la propia vida.
Diariamente, al acostarse es necesario repasar el día transcurrido, pero
en otras ocasiones, quizás aprovechando uno o varios días de retiro, es
preciso realizar revisiones profundas y amplias en las que uno pueda
darse cuenta de sus errores y poder, así, rectificarlos.
Con
demasiada frecuencia, a causa de las actividades y de las
preocupaciones con las que nos encontramos, nuestra vida tiende a tomar
una dirección que nos aleja cada vez más de nuestro deber. Nos olvidamos
que permanecemos sobre la Tierra poco tiempo, que tendremos que dejar
aquí todas nuestras adquisiciones materiales, así como nuestros títulos y
nuestra posición social. Esto todo el mundo lo sabe, pero todo el mundo
lo olvida, y nosotros también nos dejamos arrastrar por los ejemplos
que vemos a nuestro alrededor. Por eso es indispensable hacer de vez en
cuando una pausa para mirar atrás, analizar la dirección que estamos
tomando, las actividades en las que nos estamos enredando, y reflexionar
para realizar lo que es esencial.
La
evolución, que siempre es un proceso individual, es progresiva y
requiere trabajo. Una persona no abandona todas sus creencias, sus
hábitos y sus costumbres solo por comprender que hacerlo sería positivo
para ella. No, ser consciente y obrar adecuadamente no es fácil, aunque a
veces obtenemos victorias parciales. Y es ahí, en metas pequeñas pero
accesibles, dónde es preciso actuar, sabiendo que no basta dar pasos que
un día terminen por llevarnos hasta la meta, sino que cada paso es una
meta, sin dejar por ello de ser un paso.
Se
debe comprender la riqueza y la profundidad que se esconden en todas
las dificultades. Al obrar no se tiene que hacer lo más fácil, sino lo
adecuado. Si sufrimos y estamos tristes queremos que la situación acabe
pronto, mientras que si somos felices queremos que dure eternamente.
Pero este no es el camino. Cuando experimentamos una sensación agradable
pero que no va a aportarnos ningún enriquecimiento interior, debemos
disminuir su duración, incluso interrumpirla; y al contrario, cuando es
preciso realizar un trabajo, tenemos que tratar de prolongarlo.
Tenemos que trabajar en las propias dificultades, ver, comprender y
asimilar todo el contenido de conocimiento que se nos ofrece a través de
ellas, mientras que los placeres no sirven, frecuentemente, más que
para debilitarnos y alejarnos de la verdad y del camino.
La
vida espiritual no es toda claridad ni toda tiniebla sino más bien luz y
sombras, cualidades y defectos, virtudes y flaquezas. Nuestra vida
interior y nuestra voluntad ceden con demasiada frecuencia a las
impresiones exteriores y a la propia imaginación, en contra del buen
sentido y de la prudencia; con ello no hacemos más que perder la
serenidad y el sosiego interior. No combatimos sistemáticamente a la
imaginación. Ella tiene su valor e importancia en la vida, pero si se le
sueltan las riendas entra en nuestra intimidad como un caballo
desbocado.
Debemos saber que
depende siempre de nosotros el aceptar una influencia; ni tan siquiera
los espíritus del mal tienen poder sobre nosotros si nos cerramos a
ellos. Evidentemente, si no tenemos discernimiento, si no sabemos
protegernos y tomar precauciones, pueden arrastrarnos hasta el infierno.
Ellos saben cómo deben tentarnos con toda clase de cebos y, si nos
doblegamos, si mordemos el anzuelo, entonces caemos en la red. Después,
suavemente, nos llevan a nuestra perdición. Dios les ha dado ese poder,
pero sólo pueden ejercerlo si somos débiles, si no permanecemos en la
luz. Si nos negamos a dejarnos atraer en la dirección a la que quieren
conducirnos y nos ponemos bajo la influencia de los espíritus luminosos,
entonces nos alejamos de su influencia y dejan de tener ningún poder
sobre nosotros.
Tenemos que
aprender a valorar las posibilidades de nuestro mundo interno, pues es
en nuestro mundo interno en el que estamos continuamente sumergidos.
Este mundo nos pertenece, donde quiera que vayamos, lo llevamos con
nosotros y podemos contar con él, mientras que el mundo externo siempre
nos reserva la tribulación. Si nos damos cuenta que necesitamos andar
nuestro verdadero camino es preciso saber que podemos encontrarlo en
nosotros mismos. El problema es que no nos conocemos, no sabemos todo lo
que poseemos, todos nuestros tesoros, y nuestro conocimiento se pierde
irremediablemente en tesituras inertes, sin sentido y de vana erudición.
Debemos trabajar para sentir y utilizar todos nuestros recursos.
Son
raros los que poseen el conocimiento suficiente para mantenerse firmes,
serenos y dueños de sí mismos en su propio mundo interior. Estas pocas
personas son conscientes y obran adecuadamente y, por eso, viven la
calma en sus mentes y la paz en sus corazones. Quien camina por esta
vida disperso, perdido entre lo que hay dentro y lo que hay fuera, no
está nunca dentro de sí mismo. Frívolo y superficial, estudia y aprende
las costumbres de los famosos de la actualidad, escucha y participa de
las habladurías de todos los corros, colecciona chismorreos, analiza,
intriga y derriba, si puede, todo cuanto está por encima suyo. Cuando un
individuo de estas características quiere entrar dentro de sí retrocede
espantado y sale enseguida porque allí ni habita nadie ni hay nada. Es
una habitación sin muebles, sin luz, sin comodidad y sin aire. Por eso
sale precipitadamente en busca de diversiones y corre tras las
apariencias y las sombras de un mundo hecho a su imagen y semejanza.
Cuando alguien inferior quiere recogerse dentro de sí mismo se siente
prisionero, le falta la respiración, se ahoga y sale de sí en busca de
entretenimiento y consuelo. Pero luego tiene que confesar que después de
las fiestas, las comidas y los placeres, la vida le parece aun más
hueca y vacía, más llena de amargura y oscuridad. Es que el alma entera
necesita encontrar su propio camino hacia sí misma.
Qué
diferente es contemplar a la persona que dentro de sí misma encuentra
todo lo que necesita. No hay nada más hermoso en el mundo que la vida de
alguien realmente espiritual. Su corazón es una flor de pétalos tan
variados como las virtudes que lo adornan, una flor perfumada por el
soplo mismo de Dios que la balancea en un ambiente de libertad y de
placer, como si la naturaleza se sintiera transplantada al paraíso
terrenal. La sabiduría gobierna sus sentimientos, la inteligencia dirige
la imaginación y ordena las impresiones recibidas. Esta es la maravilla
de la persona justa y superior. Pero son muy pocas las almas que se
dirigen sabiamente, y por eso son tan contadas las que disfrutan de la
paz interior.
El camino de la
espiritualidad, por ser disciplinado y dar un valor adecuado a todas las
cosas, siembra en el alma la semilla de la paz. Esta semilla es
interior y nace por el orden y el equilibrio entre la mente y el
corazón.
Ni la concha adherida a
la roca se inquieta por el empuje del mar embravecido ni la hiedra
enroscada en el tronco de un árbol se preocupa por el vendaval, aunque
ella misma no pueda mantenerse en pie y tienda a arrastrarse por los
suelos. Dios es la roca y el roble que sostiene las personas
espirituales, pero quien que se aleja de Dios es como el sargazo que,
sin raíces profundas, es llevado por los vaivenes de las olas y
arrastrado de aquí para allá. El ser dueño de sí mismo no es otra cosa
que “ser” conscientemente en todas las circunstancias y desarrollar
todos movimientos del alma desde ese punto de luz que llamamos
consciencia.
En nuestra vida no
puede haber lucha ni contra las fuerzas del mal, ni contra el mundo, ni
contra nuestra alma. Todo tiene su razón de ser en esta vida y solo
necesitamos ser conscientes y obrar de forma adecuada a cada situación.
Pero para poder obrar en justicia nuestro interior debe ser equilibrio y
orden. Y esta paz no la puede dar el mundo.
La
espiritualidad consiste en ser consciente y obrar adecuadamente, y esto
significa la unión de la totalidad del ser humano con Dios, desde
aquello que se pueda llamar lo más interior e íntimo hasta lo más
exterior. Es un respirar de Dios, un vivir en Él, con Él y para Él,
porque nadie que posea un mínimo de inteligencia creerá que el camino de
la espiritualidad consiste en un sistema de formas superficiales, un
ceremonial y una justicia exclusivamente legal. Ser espiritual es amar a
Dios más que a nuestros padres y hermanos, más que a nuestros bienes,
posesiones y que a nosotros mismos; amarle con toda nuestra
inteligencia, voluntad y corazón, y que este amor se materialice en las
obras adecuadas que toda la Creación espera de nosotros. Todo acto fruto
de la consciencia, al ser una exteriorización del amor interior, toma
la forma de alguna virtud y acerca nuestra consciencia a Dios.
Vivir
espiritualmente significa realizar acciones que son emprendidas por sí
mismas, sin ningún otro interés, únicamente porque la consciencia, a
través del conocimiento y del discernimiento, indica que son necesarias.
También necesita que estas mismas acciones no busquen, ni siquiera
indirectamente, el éxito, la ganancia o la utilidad.
Dios
no se puede buscar, por la sencilla razón de que no se puede buscar lo
que ya se tiene. Nuestro trabajo espiritual consiste en obrar siempre en
justicia, y para ello necesitamos que Dios pueda surgir en nuestra
consciencia. Una búsqueda de Dios es egoísta por sí misma, nos hace
perder el sentido de la vida y todas las inmensas posibilidades que ésta
nos ofrece.
Tampoco debemos
buscar ni seguir un ideal para llegar a un final feliz, para alcanzar
conseguir el objetivo que nos hemos propuesto. Si así lo hacemos el
cumplimiento de toda nuestra vida dependerá de que alcancemos el
objetivo o no. La búsqueda de algo indica que somos egoístas. Si
buscamos algún fin condicionamos nuestras acciones y hace que éstas
tengan sentido si conseguimos o no lo que buscamos. La búsqueda de algo
nos convierte en unos explotadores. El primer plano lo toma nuestro
interés y el segundo plano lo toman nuestras acciones, cuando en verdad,
son las acciones que realizamos lo importante. Lo que verdaderamente
tiene importancia y valor en nuestra vida son las acciones diarias y
éstas no deben efectuarse, en absoluto, por el “objetivo final”. Ese
“objetivo final”, si es que tienen alguno, sólo se podrá alcanzar por
las acciones de cada día.
La
acción que realizamos, aunque sea sencilla y cotidiana, debe llevar en
sí misma todo el sentido de nuestra vida, y no la deberemos considerar
como un escalón que tenemos que subir, sino que le tenemos que dar todo
el valor que tiene un escalón sobre el que podemos edificar toda nuestra
vida.
Compartido con mucho cariño,
Isolda
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LA ESPIRITUALIDAD MÁS EXPANDIDA ES EL AMOR EN VERDAD ILUMINADO CON VALORES APLICADOS.
SOCIEDAD BIOSÓFICA NICARAGUA
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