martes, 24 de septiembre de 2013
DE EL DR. MARIO A. ROSEN -- TENÍA VIGENCIA EN AQUELLOS TIEMPOS... Y SIGUE SIN PERDER VIGENCIA...
Estaría bueno comenzar por las pequeñas cosas...
El
Dr. Mario A. Rosen es médico, educador, escritor. Tiene 63 años. Socio
fundador de Escuela de Vida, Columbia Training System, y Dr. Rosen &
Asociados. Desde hace 15 años coordina grupos de entrenamiento en
Educación Responsable para el Adulto. Ha coordinado estos cursos en
Neuquén, Córdoba, Tucumán, Rosario, Santa Fe, Bahía Blanca y en Centro
América. Médico residente y Becario en Investigación clínica del Consejo
Nacional de Residencias Médicas (UBA). Premio Mezzadra de la Facultad
de Ciencias Médicas al mejor trabajo de investigación (UBA). Concurrió a
cursos de perfeccionamiento y actualización en conducta humana en EEUU y
Europa. Invitado a coordinar cursos de motivación en Amway y Essen
Argentina, Dealers de Movicom Bellsouth, EPSA, Alico Seguros, Nature,
Laboratorios Parke Davis, Melaleuka Argentina, BASF.
La Argentina Insolente...
En mi casa me enseñaron bien...
Cuando yo era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:
Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y
esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá, que
nadie discutía... Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así nos
mantenía a raya con la simple amenaza: “Ya van a ver cuando llegue
papá”. Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás
salían a trabajar... Porque había trabajo para todos los papás, y todos
los papás volvían a su casa.
No
había que pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue. El respeto por
la autoridad de papá (desde luego, otorgada y sostenida graciosamente
por mi mamá) era razón suficiente para cumplir las reglas.
Usted
probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un sometido, un cobarde
conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero acépteme esto:
era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar. Las reglas me
contenían, me ordenaban y me protegían. Me contenían al darme un
horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían
porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas... Y me ordenaban
porque es bueno saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la
sensación de abismo, abandono y ausencia.
Las
reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y
consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o
“escuchar cuando los mayores hablan”.
Había
otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas eran las
mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de
la casa las cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales ante
la Sagrada Ley Casera.
Sin
embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas”mediante el
sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al
borde del universo familiar y conocer exactamente los límites. Siempre
era descubierto, denunciado y castigado apropiadamente..
La
travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me
permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin
castigo y no había castigo sin culpables. No me diga, uno así vive en un
mundo predecible.
El
castigo era una salida terapéutica y elegante para todos, pues alejaba
el rencor y trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las travesuras
no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal travesura
tal castigo.
Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a
cumplir.
Así
fue en mi casa. Y así se suponía que era más allá de la esquina de mi
casa. Pero no. Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y
dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había
“travesuras” sin “castigo”, y una enorme cantidad de “reglas” que no se
cumplían, porque el que las cumple es simplemente un estúpido (o un
boludo, si me lo permite decir).
El
mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba.
Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo siendo un
ingenuo), nunca pude digerir, pero siempre me lo tengo que comer: "la
impunidad". ¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad.
En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero
también había piedad.
Le explicaré: Justicia, porque “el que las hace las paga”. Piedad,
porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, y su
dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo, y
listo... Y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte, uno
tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que
había que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato.
Las
reglas eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en mi casa.
Y así creí que sería en la vida.. Pero me equivoqué. Hoy debo reconocer
que en mi casa de la infancia había algo que hacía la diferencia, y
hacía que todo funcionara. En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado.
Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:
Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.
Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo.
Eso es lo que nos arruinó. LA INSOLENCIA.
Usted
puede romper una regla -es su riesgo- pero si alguien le llama la
atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de
aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad
de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar papeles al piso, tratar de
pisar a los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar... a
no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes.
La
insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y
denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar.
Así no hay remedio.
El mal de los Argentinos es la insolencia.
La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza.
La insolencia hace un culto de cuatro principios:
- Pretender saberlo todo
- Tener razón hasta morir
- No escuchar
- Tú me importas sólo si me sirves.
La
insolencia en mi país admite que la gente se muera de hambre y que los
niños no tengan salud ni educación.
La insolencia en mi país logra que los que no pueden trabajar cobren un
subsidio proveniente de los impuestos que pagan los que sí pueden
trabajar (muy justo), pero los que no pueden trabajar, al mismo tiempo
cierran los caminos y no dejan trabajar a los que
sí pueden trabajar para aportar con sus impuestos a aquéllos que,
insolentemente, les impiden trabajar. Léalo otra vez, porque parece mentira.
Así nos vamos a quedar sin trabajo todos.
Porque a la insolencia no le importa, es pequeña, ignorante y arrogante.
Bueno,
y así están las cosas. Ah, me olvidaba, ¿Las reglas sagradas de mi casa
serían las mismas que en la suya? Qué interesante. ¿Usted sabe que
demasiada gente me ha dicho que ésas eran también las reglas en sus
casas?
Tanta
gente me lo confirmó que llegué a la conclusión que somos una inmensa
mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos
acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes?
Yo se lo voy a contestar.
PORQUE ES MÁS CÓMODO, y
uno se acostumbra a cualquier cosa, para no tener que hacerse
responsable. Porque hacerse responsable es tomar un compromiso y
comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado.
Además, aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son
pocos pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber cuántos
somos los que estamos dispuestos a respetar estas reglas.
Le propongo que hagamos algo para identificarnos entre nosotros.
No tire papeles en la calle. Si
ve un papel tirado, levántelo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay
un tacho de basura, llévelo con usted hasta que lo encuentre. Si ve a
alguien tirando un papel en la calle, simplemente levántelo usted y
cumpla con la regla 1. No va a pasar mucho tiempo en que seamos varios
para levantar un mismo papel.
Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos, aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla.
Si es un automovilista, respete los semáforos y respete los derechos del peatón. Si saca a pasear a su perro, levante los desperdicios.
Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de comenzar a desprendernos de nuestra proverbial, INSOLENCIA.
Yo
creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la
responsabilidad individual. Creo que la grandeza de una nación comienza
por aprender a mantenerla limpia y ordenada.
Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa.
Porque hay que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el desafío.
Los
insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el
tiempo. Nuestro país está condenado: o aprende a cargar con la
disciplina o cargará siempre con el arrepentimiento.
¿A USTED QUÉ LE PARECE?
¿PODREMOS RECONOCERNOS EN LA CALLE? Espero no haber sido insolente.
En ese caso, disculpe.
Dr. Mario Rosen
(¿Sería muy insolente si le pido que lo reenvíe?)
AÚN MÁS IMPORTANTES:
"No
hay en la tierra, conforme a mi parecer, contento que se iguale a
alcanzar la libertad perdida."
“La Libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los
hombres dieron los cielos; por la libertad, así como por la honra, se
puede y debe aventurar la vida”
Miguel de Cervantes Saavedra
“En cuanto uno comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad, ninguna tiranía puede dominarte”.
Mahatma Gandhi
schumanes@gmail.com
Recibido de Milagros Fernández
Re-Publicado por ANSHELINA, la Luz que llama a despertar
http://loqueheaprendidode.blogspot.com
http://romancesdivinossohin.blogspot.com
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