domingo, 1 de julio de 2012
La carta del cacique Seattle
Hola a todos:
El no
reconocer la unidad con la naturaleza solo nos enajena mas de nosotros
mismos y nuestras propias esencias. Les remito este mensaje, de un
hermano indio piel roja.
¿Cómo
puede usted comprar o vender el cielo, o el calor de la tierra? La idea
resulta extraña para nosotros. Si no nos pertenecen la frescura del ni
el destello del agua, ¿cómo nos los podrían comprar ustedes?
Cada
partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. El majestuoso pino,
la arenosa ribera, la bruma de los bosques, cada insecto que nace, con
su zumbido... es sagrado en la memoria y la experiencia de mi pueblo. La
savia que recorre los árboles, lleva los recuerdos del piel roja.
Los
muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a
pasear entre las estrellas. Nuestros muertos jamás se olvidan a esta
hermosa tierra, porque es ella madre del piel roja. Somos parte de la
tierra y ella es parte nuestra. Las perfumadas flores son nuestras
hermanas. El ciervo, el caballo, el águila majestuosa... son nuestros
hermanos. Las rocosas cumbres, el olor de las praderas, el calor
corporal del potrillo, y el hombre: todos pertenecemos a la misma
familia.
Por eso, cuando el «Gran Jefe» en
Washington nos manda decir que desea comprar nuestra tierra, es mucho lo
que está pidiendo de nosotros. El «Gran Jefe» dice que nos reservará un
lugar, de forma que vivamos cómodamente. El será nuestro padre y
nosotros seremos sus hijos. Por eso, estamos considerando su oferta de
comprar nuestra tierra. Pero no va a ser fácil, porque esta tierra es
sagrada para nosotros.
El agua centelleante que
corre por los arroyos y los ríos no es agua solamente: es sangre de
nuestros antepasados. Si nosotros les vendemos la tierra, ustedes
deberán recordar que es sagrada, y deberán enseñar a sus hijos que es
sagrada, y que cada imagen que se refleja en el agua cristalina de los
lagos, habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de nuestro
pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Los
ríos son hermanos nuestros, mitigan nuestra sed, conducen nuestras
canoas, alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestra tierra,
ustedes deberán recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son hermanos
nuestros y hermanos de ustedes. Y deberán darles en adelante la
atención que merece un hermano.
Sabemos que el
blanco no entiende nuestra manera de ser. Un pedazo de tierra, para él,
es igual que el siguiente. El es como un extraño que llega durante la
noche y arranca de la tierra lo que necesita y se va. No mira a la
tierra como su hermana, sino como su enemiga. Y cuando la ha
conquistado, la abandona y se marcha a otra parte. Deja atrás las tumbas
de sus padres, y no le importa. Viola la tierra de sus hijos y no le
importa. Olvida la tumba de su padre y los derechos de sus hijos. Trata a
su madre la tierra y a su hermano el cielo como cosas que pueden
comprarse, saquearse, ser vendidas, como carneros o relucientes
abalorios. Su apetito devorará la tierra, pero detrás sólo quedará un
desierto.
No sé. Nuestras costumbres son
diferentes a las de ustedes. La imagen de sus ciudades hiere la mirada
del piel roja. Pero, posiblemente, es porque el piel roja es salvaje y
no entiende.
No hay tranquilidad en las
ciudades del blanco. No hay en ellas lugar donde se pueda escuchar el
rumor de las hojas en primavera, o el susurro de las alas de un insecto.
Pero quizá digo esto porque soy salvaje y no entiendo. En sus ciudades
el ruido sólo insulta a los oídos. ¿Cómo sería la vida si el hombre no
pudiera escuchar el grito solitario de la chotacabra o la animada
conversación nocturna de los sapos en las ciénagas? Yo soy piel roja y
no entiendo.
El indio ama el sonido suave de la
brisa al deslizarse delicadamente sobre la superficie de la laguna, o
ese olor característico del viento purificado por la llovizna mañanera y
perfumado por la esencia de los pinos.
El aire
es precioso para el piel roja, porque todas las cosas comparten el
mismo aliento. La bestia, el árbol, el hombre... todos compartimos el
mismo hálito. El hombre blanco parece no darse cuenta de que respira el
aire. Como un ser que agoniza largamente, es insensible al mal olor.
Pero, si nosotros les vendemos nuestra tierra, ustedes deberán recordar
que el aire es precioso para nosotros. Que el aire comparte su espíritu
con toda la vida que él sustenta.
El aire que
permitió su primer aliento a nuestro abuelo, también recibe su último
suspiro. Y si nosotros les vendemos nuestra tierra, ustedes deberán
mantenerla intacta y sagrada, como un lugar a donde incluso el hombre
blanco pueda ir a saborear el viento purificado por el perfume de las
flores.
De manera pues, que nosotros estamos
considerando su oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar,
lo haremos con una condición: el hombre blanco deberá tratar como
hermanas a las bestias de estas tierras.
Yo soy
un salvaje y no entiendo otra forma de pensar. He visto miles de
búfalos pudriéndose en la pradera, abandonados por los blancos después
de balearlos desde un tren en marcha. Yo soy un salvaje y no entiendo
cómo el humeante caballo de hierro puede ser más importante que el
búfalo, al que nosotros sacrificamos sólo cuando lo necesitamos para
subsistir.
¿Qué es el hombre sin las bestias?
Si todas ellas desaparecieran, el hombre moriría de una gran soledad de
espíritu. Porque, cualquier cosa que les ocurre a las bestias, enseguida
repercute en el hombre. Todos los seres estamos mutuamente vinculados.
Ustedes
deberán enseñar a sus hijos que la tierra que pisan, son las cenizas de
nuestros abuelos. Deberán honrar la tierra. Dirán a sus niños que la
tierra está enriquecida con las vidas de nuestros parientes. Enseñarán a
sus hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra
es nuestra Madre. Todo lo que sucede a la tierra sucede también a sus
hijos. Cuando los hombres escupen sobre el suelo, escupen sobre sí
mismos.
Nosotros sabemos esto: la tierra no
pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Nosotros
sabemos esto: todas las cosas están intercomunicadas, como la sangre
que une a una familia. Todo está unido. El hombre no trama el tejido de
la vida. El es, sencillamente, uno de sus hilos. Lo que él hace a ese
tejido, se lo está haciendo a sí mismo.
Ni
siquiera el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla con él como de amigo
a amigo, puede exceptuarse de este destino común. Es posible que seamos
hermanos, a pesar de todo. Veremos.
Nosotros
sabemos algo que el hombre blanco descubrirá algún día: que nuestro Dios
es el mismo Dios. Ustedes piensan ahora que él es propiedad de ustedes,
de la misma forma que desean ser propietarios de nuestras tierras. Pero
no puede ser. El es el Dios de todos los seres humanos, y su compasión
es la misma tanto para el piel roja como para el blanco.
La
tierra es preciosa para él, y hacer daño a la tierra es un enorme
desprecio para el Creador. Los blancos también desaparecerán. Tal vez
antes que las demás tribus. Ensucia tu propia cama y cualquier noche te
verás sofocado por tus propios excrementos.
Pero,
en tu agonía, brillarás fulgurantemente abrazado por la fuerza del Dios
que te trajo a esta tierra y quien, para algún propósito especial, te
dio dominio sobre la misma y sobre el piel roja. Este destino es un
misterio para nosotros, ya que nosotros no entendemos cuando todos los
búfalos son sacrificados, los caballos salvajes domados, las esquinas
secretas de los bosques impregnadas por el olor de muchos hombres y la
vista de las montañas mancilladas por las alambradas. ¿Dónde está el
bosque? ¿Dónde está el águila? ¡Desaparecieron! Es el final de la vida,
el comienzo de la supervivencia.
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